Los amores de Belgrano

domingo, 18 de octubre de 2009

Fue un hombre galante a quien gustaban apasionadamente las mujeres.
Una historia pésimamente documentada difundió comentarios que
rozaron su imagen de varón,
fundamentados en un episodio que se registró en campaña
en el cual la proverbial discreción del prócer
se interpretó arteramente.



Cuando tenía algo más de 40 años, destacado en Tucumán, el bien parecido y seductor general, tenía la posibilidad de elegir para compañera a la mujer que quisiera y, fue una niña de quince años, la que tocó su corazón: la bella Dolores Helguero, hija de una familia patricia de esa provincia.


La geografía del norte había sido escenario de varios de los amores de Belgrano.


Hasta allí le había seguido María Josefa Ezcurra, cuando abandonada por su marido, podía vivir con él, en libertad, el viejo amor que los unía. Permancieron juntos en la Campaña del Norte, hasta que embarazada, regresó para tener a su hijo, el que por convenciones sociales, no fue un Belgrano, sino un Rosas, cuando Juan Manuel y Encarnación Ezcurra lo hicieron pasar por hijo propio


Luego había tenido por amante a la pintoresca Isabel Pichegru. Aquella francesa que escandalizaba a sus contemporáneos con sus modales y esas osadías inexplicables de los vestidos cortones y ajustadísimos; que no le había resultado una relación sin importancia, porque para cuando conoce a Dolores, aún tenía el espíritu comprometido por aquellos tormentosos amores.
No estaba en el destino de Belgrano lograr un amor en el que reposar sus muchos pesares. Y posiblemente la relación con Dolores Helguero, fue la más dolorosa, ya que el destino se encargó de darle un dramático final y, fue durante 6 años la comidilla de la sociedad tucumana.


De ese romance nació Manuela Mónica del Corazón de Jesús Belgrano, a la que el patriota le dedicó el más tierno amor y no olvidó a “su palomita”, como él la llamaba, ni en el lecho de muerte. En su testamento, redactado en mayo 1820, encomienda su crianza a su hermana Juana, e instrucción y dirección espiritual a su hermano sacerdote.


Manuel, tuvo hacia Dolores una actitud seria y comprometida. Le había dado palabra de matrimonio porque deseaba fundar con ella una familia, siendo este uno de sus más caros anhelos. Pero en ese entonces, el general estaba absorbido por las batallas de la Campaña del Norte cuyo ejército comandaba, y el matrimonio no se concretaba.


En uno de los encuentros que los amantes iban teniendo a lo largo de los años, Dolores quedó embarazada y cuando Belgrano pudo regresar por fin para casarse, halló que ya había sido desposada por un tal Rivas, por arreglo de la familia Helguero.


El desconsuelo fue inmenso, especialmente porque el marido abandonó rápidamente a su esposa. Belgrano que deseaba cumplir con la palabra empeñada, averiguó secretamente a donde se había dirigido Rivas; cuando confirmó que lo hacía hacia Bolivia, despachó chasque tras chasque para saber que destino había corrido; si había muerto para poder concretar su matrimonio. Jamás pudo confirmarlo.


Ella, desesperada abandonó la ciudad de Tucumán para radicarse en Catamarca. Él, enfermo, derrocado en Vilcapugio y Ayohuma, vapuleado por el gobierno, sintió que su vida se acababa. Manuela Mónica tenía apenas un año, antes de partir definitivamente de Tucumán a Buenos Aires, Belgrano pidió verla por última vez, y quizás ese recuerdo haya sido una luz en su agonía.


Manuela Mónica. Detalle del Oleo de Pripidiano Pueyrredon



El 20 de junio de 1820, Buenos Aires en la anarquía, conoció el día de los tres gobernadores. En medio del caos, solamente un diario se ocupó de comunicar su muerte en una pequeña nota.
Belgrano no murió del todo ese día. La hija perpetuó su sangre y su apellido, fundando la familia de los Belgrano Vega y, sintetizó lo que seguramente su padre hubiera deseado para ella. Una mujer culta que dedicó su vida a su familia y a reclamar aquellos 40.000 pesos que el gobierno debía a su padre, para que las cuatro escuelas que él había dispuesto se levantaran con ese dinero, fueran fundadas.



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet del artículo publicado en mayo de 1993

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

*La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

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El Manco y Margarita

Qué pasó en la vida amorosa de este hombre sin fortuna política,
sin efusión y sin simpatía; que por su duro carácter fue la figura
menos romántica de nuestra historia



Este soldado que los historiadores proclaman el más grande teórico de la guerra en el país, no comenzó adolescente la carrera de armas, pero, en cambio, tuvo una cultura general de la que carecieron quizás todos [1]

Era un católico ortodoxo con inamovibles principios morales que le acarrearon la antipatía de sus colegas.

Su natural sensibilidad fue dominada por su férrea voluntad. Sin embargo había un espacio en el que su ternura desbordaba: el de su familia. José María Paz amó entrañablemente a su madre, doña Tiburcia Haedo, mujer valerosa que recorrió todos los caminos para aliviar la prisión de su hijo.

Comenzó su carrera militar al unirse a los ejércitos revolucionarios en 1810, contaba entonces veinte años. Luchó en el Alto Perú, en el norte junto a Belgrano, en la guerra contra Brasil, en la defensa de Montevideo.

En 1831 se unió a las filas unitarias.

Venció a Facundo Quiroga en La Tablada y Oncativo, y fue nombrado Jefe Supremo Militar. El Pacto Federal lo enfrenta nada menos que con Juan Manuel de Rozas y Estanislao López.

El 10 de mayo de 1831, “cuando anochecía”, cayó prisionero por casualidad. Una partida de López le bolea el caballo en los Álvarez, a dos leguas de Santa Rosa [2]

Su prisión duró ocho años, cuatro en Santa fe, y el resto en Luján, muchas veces pensó a lo largo de ese tiempo que había llegado la hora de su muerte, atravesó momentos angustiantes, pero paradójicamente, en esa época le llegó el amor.

Cuenta en sus memorias que a tres años de ser apresado y confinado en la Aduana de Santa fe, siendo día de Pentecostés, 6 de abril de 1834, llegó al lugar su abnegada madre acompañada de Margarita Weild, sobrina de José María, pues era hija de su hermana Rosario y el cirujano escocés Andrés Weild. Doña Tiburcia, había impulsado desde tiempo atrás el casamiento de su nieta con su hijo. Así pasó, luego de un tiempo de tratarse en las visitas a la cárcel, pidieron las distancias obispales y el 31 de marzo de 1835, se casaron en la prisión de Santa fe.

Margarita tenía en ese momento veintiún años, él cuarenta y cuatro. La joven señora de Paz, convivió con su marido en cautiverio, y fue en la cárcel que nacieron los dos primeros hijos. El mayor, un varón al que llamaron José; y más tarde, ya en Luján, una niñita, Catalina, que murió al poco tiempo.

En 1839 Rozas decretó su traslado, debiendo permanecer con la ciudad de Buenos Aires como cárcel. Vivió entonces en la calle San Martín, llamada en ese tiempo calle de la Catedral. En la noche del 3 de abril de 1840, José María Paz huyó, embarcándose con otros perseguidos por los fondos de una barraca que daba al río, a la altura de la calle Balcarce.

Su Margarita se quedó en Buenos Aires sin consuelo, y aterrada, hasta que comenzaron a llegarle cartas de su marido, llenas de amor e ingeniosamente firmadas con seudónimo: “Ciriaco Durán para su querida amiga Agustina Valdez”.

“¿Te acuerdas que día es hoy? Yo lo tengo bien presente y al escribir estos renglones se dilata mi corazón pensando que hoy hace seis años que se unieron nuestros destinos…”
“Tu llanto penetra mi corazón, no te separas un momento de mi memoria…” [3]

Pasa el tiempo entre cortos encuentros y largas separaciones producto de las guerras.
Terminada la campaña de Corrientes, debe marchar al destierro, pasa diez meses en paraguay. Llega a Brasil donde por fin la familia se reúne.

En Río de Janeiro se establecen con una pequeña granja, venden huevos, gallinas, leche y comestibles. La ansiada calma se une a una pobreza paupérrima. Y luego el dolor apenas soportable, cuando en junio de 1848, Margarita muere al dar a luz a su hijo Rafael. La sobrevivió sesis años.



Lejos de la patria, cercado por la pobreza, se apagaron las horas de ese triste amor, nacido catorce años antes, en la prisión de Santa Fe.


Tumba en la que reposan los restos de José María y de Margarita, en Córdoba, Argentina

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[1] Juan. B. Terán. Obras completas. Tomo XI, Pág. 29.

[2] Partes de López y Reinafé, en La gaceta Mercantil, 21 de mayo de 1834. De esta versión se desprende que Paz no fue hecho prisionero en “El Tío”.
[3] Paz, José María. Memorias Póstumas, tomo XI, Pág. 215-219







© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en agosto de1993

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Manuela de Terrero


Ella sobrellevó la forzosa soltería en la corte palermitana:
su vida pública se deslizaba entre la diplomacia y la sangre.
En 1852 se rebeló. La voluntaria soledad del padre,
empecinada en provocarle sentimientos de culpa,
no empañó la felicidad de su largo matrimonio.
Tampoco enfrió su amor filial.
El testarudo restaurador de las leyes
[1] murió en sus brazos.



En mayo de 1817 llegó al mundo el segundo vástago del matrimonio Rosas- Ezcurra: Manuelita.

Una niña que se crió según los dictados de la época, pero con la desventaja de un padre absorbido por las tareas rurales o por la política, y de una madre que no tomó en cuenta a sus hijos, ni a otra cosa que no fuera su actividad proselitista a favor del marido.

Manuelita, quien no poseía el carácter vehemente de su madre ni la frialdad ejecutiva de su padre, vivió en las sombras, hasta que Encarnación y Juan Manuel, preocupados por ganar las simpatías de los sectores humildes, decidieron sacarla del anonimato para que los representar en fiestas y candombes.

Manuela fue un y otra vez, y continua siéndolo, una caja de sorpresas.

Hacia 1838, era una adolescente hueca y frívola, con escasos rudimentos de escolaridad, y, unos años después se convirtió en una experta en política exterior.

Es curioso que el padre haya relegado de toda función a su hijo varón. Quizá esto pueda explicarse por la omnipotencia que demostraron las mujeres que conformaron y entorno; su madre doña Agustina, su esposa Encarnación.

En definitiva su auxiliar política fue “la niña”, quien se desempeñó como encargada de las relaciones públicas y diplomáticas.

No obstante que siempre desarrolló sus funciones bajo la dirección de su padre, ella supo imprimirles su impronta. Se destacó por su carácter bondadoso. Quienes hemos tenido la oportunidad de leer la correspondencia de la secretaria de Rosas, sabemos que esta mujer recibía pedidos de todo tipo, desde demandas de ayuda financiera, hasta súplicas de indultos a penas de muerte. Por insólito que parezca su actividad política era tan valorada que hacia 1840 entre los Federales más radicalizados se promovió un movimiento para que en el caso de morir Rosas, fuera ella quien lo sucediera, por ser imprescindible que el gobierno quedara en manos de quien más profundamente conociera los negocios públicos.


Oleo: Prilidiano Pueyrrredon (Obsérvese la diferencia con el boceto)


Pero… ¿cómo era esta Manuelita que en la cuestión Anglo –francesa contra la Confederación, a fin de obtener beneficios en las negociaciones fue llevada a usar sus encantos? Cuán seductora sería que en esa actividad despertó amores apasionados en Lord Howden, en John Mandeville, en el Comodoro Herbert, en el almirante Le Predour, que dejó hombres impresionados y amigos que jamás la olvidarían, carteándose con ella hasta el final de sus vidas, como el barón Marevil, el de Macku y Enrique Southern. Según William Mac Cann, quien lo frecuentó, ella poseía grandes atractivos y disponía de muchos recursos para cautivar a los visitantes y ganar su confianza.

Fue el centro vital de todas las fiestas, un espíritu alegre siempre dispuesto a la diversión. Poseyó su “propia corte” en los jardines de Palermo, donde desarrolló su vida pública, y la fortuna de un “salón” de gente joven. A sus tertulias asistía lo más rancio de las aristocracia federal y algunos sospechosos de ser unitarios.

Como ya dijimos su educación no superó la acostumbrada para las mujeres y, se encuadró en la tradición hispánica de sometimiento a los padres. ¿Fue este respeto el que la mntuvo años en la soledad? ¿El que la hizo llegar a una edad en la cual una mujer era ya una solterona irredenta?

No sólo los diplomáticos europeos aspiraban a llegar a su corazón. Desde siempre había estado Máximo Terrero aguardando. Hijo de don Nepomuceno, amigo y socio de Rosas, se desempeñaba como secretario del restaurador.

Aunque todo el mundo sabía de ese noviazgo, e incluso en ambas familias existía la creencia de que algún día se casarían, ese día jamás llegaba. La situación de Terrero era por demás desagradable, su novia presidía todas las celebraciones a las cuales él no era siquiera invitado. Como vivía en la residencia de Palermo era testigo de los “flirts” entre su amada y los europeos.
Así como todo el mundo conocía que eran novios a nadie se le escapaba que la soltería de Manuela era forzosa.

Don Juan Manuel rechazaba el matrimonio de los jóvenes. Su oposición no era contra Máximo, pretendiente inmejorable, sino contra el casamientote su hija. ¿Qué causas pesaban en su ánimo para justificar semejante actitud? Por una parte el gobernador amaba entrañablemente a su hija, pero con un amor tan egoísta que no podía permitir que Manuela perteneciera a otra persona, por otra, no hay que olvidar el papel político que la joven desempeñaba. De casarse la niña, los secretos de estado se habrían convertido en secretos de alcoba. Eso no hubiera resultado práctico para los fines de gobierno.

En ese estado de cosas esta mujer sobrepasó los 35 años y, para su dicha e infortunio, llegó Caseros.

Manuelita en edad madura



Con la derrota, ella conoció largas horas de angustia, su amor era inalterable y antes del destierro, sufrió mucho al saber que su Máximo, había caído prisionero de las tropas de Urquiza.

Apenas el jefe entrerriano le concedió la libertad, fue a unirse con su Manuela. Ella, contradiciendo una vida de obediencias se casó con él, aún cuando su “tatita” no asistió a su boda, y se negó a vivir bajo el mismo techo con la pareja.

Cuando manuelita le comunicó su decisión de casarse, el viejo de los ojos azules, le respondió que era una “crueldad inaudita”. Rosas exigía en nombre del amor filial, un destino de soltería que Manuela declinó.


Pasados los años, don Juan Manuel, un viejo solitario en el exilio, recluido en su quinta en Southampton, más terco aún de lo que siempre había sido, continuó repudiando la desobediencia de Manuelita y recriminándole el casamiento. Pero, aunque persistía en masticar su veneno, no hacía otra cosa que hablar de sus nietos cuando ellos, terminadas las vacaciones, regresaban a su casa en Londres. De los dos chicos, Rodrigo era el preferido.



Manuela Rosas de Terrero con sus hijos


Sus vidas quedaron marcadas por esa incapacidad para compartir el corazón de “la niña”. La alegría de su hija fue para don Juan Manuel una “crueldad inaudita”[2]. Ella no se equivocó, con Máximo vivió cuarenta y dos años de excelente matrimonio.

La noticia del casamiento fue el acontecimiento del año en Buenos Aires. “La niña” había quedado liberada de la tiranía paterna; su abnegación había terminado.



Quedan algunos puntos para pensar:


Habría que recordar que Manuela repitió la historia del padre cuando se casó con Encarnación. Frente a la oposición familiar, él armó un escándalo, secuestrando a la novia, y avisando que había pasado con ella la noche, que si bien concretó la boda, lo condujo a una ruptura que duraría años.


Manuelita en edad madura


¿Porqué en Buenos Aires, Manuelita relegó a Terrero? Se pueden barajar varias hipótesis



a) miedo a que el despotismo del padre, borrara del mapa al novio.

b) Renuncia a perder las prebendas de las que gozaba esa “estrella del federalismo”

¿Por qué Manuela se rebela apenas llegaba a Inglaterra donde era pobre y desconocida? ¿Se puede deducir que acaso el “carácter práctico” del que habla maría Sáenz Quesada haya sido en realidad una muestra de un temperamento calculador, contrariando la opinión generalizada entre amigos y enemigos de su dulzura y bondad?

La verdad ha quedado en el corazón de los protagonistas.




Foto: Manuelita, ya anciana.





Foto: Máximo Terrero, ya anciano


Nosotros tan sólo podemos asomarnos por la ventana de una vieja fotografía para emocionarnos con esa pareja de ancianos unidos por un inocente ternura


Manuelita y Máximo ancianos





CARTAS PARALELAS

Un hijo es producto de una familia, de sus actividades, de sus deseos, de sus pesares. Don Juan Manuel antes de ser padre fue hijo, y si algo puede disculpar su egoísmo surge de la lectura de las cartas, que presentamos resumidas, donde vemos como repitió con Manuela los manejos culpógenos de los cuales fue a su vez víctima.


Carta de Da. Agustina López Osornio a su hijo Juan Manuel de Rosas en 1819

“Mi ingrato hijo Juan Manuel. He recibido tu carta… este día tan celebrado en mi casa por mi marido, mis hijos y mis yernos, y sólo tú, mi hijo mayor, eres el que falta, el porqué tú lo sabrás… Me dices que eres virtuoso, dígote que no lo eres. Un hijo virtuoso no se pasa tanto tiempo sin ver a los autores de sus días, sabiendo que su alejamiento ha hecho nacer en el corazón de su madre el luto y el dolor.
Me dices que un velo cubra lo pasado y que te permita venir con tu fiel esposa, tus caros hijos… y que vuelvan a unirse dos casas que jamás han estado desunidas… Te digo en contestación… que los brazos de tu madre estarán abiertos para estrecharte en ellos…”


Carta de don Juan Manuel de Rosas a su hija Manuela, en abril de 1859

“Mi querida hija me apresuro a decirte que ya no puedes venir a esta casa, seguiré en ella solamente los trabajos que ya no puedo dejar porque están contratados. Con concluido eso, y así que pueda encontrar alguna criada voy a otra parte. Iré a Londres. Y seguiré así de caminante, o de lo que Dios disponga. Tengo mis razones…”


Recordamos que Rosas murió en su granja de Southampton, a los 84 años de edad en brazos de su hija.






DOCUMENTOS



Carta a Manuelita 25 de septiembre de 1851








Carta a Manuelita 14 de diciembre de 1840









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1) Título dado al gobernador de Buenos Aires, don Juan Manuel de Rosas.
2) Conversación entre don Juan Manuel de Rosas y don Salustio Cobo en Southampton en 1860





© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet publicado en septiembre de 1993

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La amada de Güemes

Esposa de un Gaucho aristócrata y guerrero,
la pavorosa vigilia la consumió.
El constante temor por la muerte de su amado, quebró su salud.
La realidad le asestó el golpe de gracia:
murió de tristeza y amor.



Imagen: Cármen Puch de Güemes


Carmencita Puch tocó el cielo con las manos el día en que Martín Miguel de Güemes le propuso casamiento. Casi podría decirse que había nacido amándolo. Y si el caudillo llegaba a su vida era por una circunstancia fortuita.

Güemes, hombre de muchas mujeres, se había enfrentado al padre de su prometida -Juana María Saravia- cuando éste le exigió que cortara las relaciones amorosas, paralelas al noviazgo que mantenía con una jujeña.

Imagen: Martín Miguel de Güemes


Deshecha la boda, Macacha Güemes, que conocía el enamoramiento de la Puch hacia su Martín Miguel, le insistió a su hermano para que se fijara en ella. En una semana arregló el matrimonio; cuando en 1815 se casaron, él tenía treinta años y ella dieciocho. Este extraño gaucho aristocrático se llevaba la perla salteña. De una belleza casi perfecta, los cabellos rubios le enmarcaban un rostro de ángel donde relampagueaban los ojos de un azul profundo. No sólo era la más hermosa de la sociedad de Salta, sino que destacaba por la dulzura de su carácter.

Pero, si con Martín Miguel de Güemes tocó el cielo, al mismo tiempo conoció el infierno.

Debió aceptar su destino como esposa de un guerrero, pero se mantuvo sometida a una constante vigilia, a un presentimiento permanente que la atormentaba con la bala traidora que los separaría. Carmen Puch vivió oteando el horizonte desde el mirador de su casa; desmayó en su salud una y mil veces por el pavor de no volver a verlo. Hasta que su fantasma se hizo realidad.

Cierta noche Juana Manuela Gorriti, que era una niña, emergió del sopor del sueño, asombrada de que su progenitor hubiese abandonado el frente de batalla. Gorriti no podía creerlo, habían perdido a Güemes, uno de sus mejores hombres. Nadie tuvo coraje para confesarle a su esposa la verdad. Al día siguiente, ésta se preguntaba por qué Martín Miguel demoraba tanto en enviarle noticias.

- Anoche oí llegar un caballo y pensé que era él- decía Carmen.


- Era mi padre- La indiscreción se escapó de los labios de Juana Manuela, (quien lo cuenta en sus páginas literarias) sumergiendo a la esposa del salteño en una depresión inmediata.

Al hacerse la luz en su mente sobre el sentido de la llegada de Gorriti se oscureció para siempre su corazón. Crespones y lutos fueron sus únicos indicios de su existencia, ni siquiera el amor de sus tres pequeños hijos pudo despegarla de la desesperación.

Nueve meses después que su marido, a los 25 años, murió de amor; feliz en su desdicha, convencida de ir al encuentro de su Martín Miguel.




Imagen: Macacha Güemes en su vejez



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet del artículo publicado en enero de 1994
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Eugenia y el Brigadier

Le otorgaron la tutoría y la convirtió en su amante.
Fue padre de los seis hijos del silencio. Cuando confesó su amor ya era tarde.





Difícilmente había podido imaginar don Juan Manuel las consecuencias que para su vida toda acarrearía la derrota de Caseros.

Febrero de 1852 marcó el comienzo de la pérdida de todos sus poderes, y fue tan devastador para él que tuvo fortuna y mando desde que abrió los ojos a la vida.

Huido de la batalla, mientras firmaba su renuncia apresuradamente en la que hoy es Plaza Garay, perdía su autoridad política. De inmediato le fueron confiscados todos sus bienes, lo cual lo redujo a llevar una vida austera, en su granja de la campiña inglesa. Su tiranía sobre Manuela acabó apenas pisaron el suelo del destierro, ella entregó su corazón a máximo Terrero y puso casa en Londres. Sus prerrogativas de amo y señor sobre Eugenia Castro, cuando esta se le plantó con un “no”, cayeron demoliendo su influencia absoluta sobre los semejantes.

Eugenia Castro salió a la luz pública en 1886, cuando sus hijos iniciaron querella por la herencia de Rosas. Su destino se define, cuando a los trece años, allá por 1835, llega a la casa del gobernador, en calidad de entenada, impulsada por las veleidades de su padre el coronel Juan Gregorio Castro, que al dejarla huérfana coloca allí su tutoría.

Su vida transcurrió como la de una sirvienta con ciertas ventajas; fue enfermera de Encarnación Ezcurra en sus últimos tiempos, hasta que don Juan Manuel se prendó de sus vivaces ojos negros, de su físico sensual, la hizo su amante y la llenó de hijos bastardos.

Estos amores habían comenzado hacia 1839/1840, luego de producida la muerte de la esposa. Según le contara Nicanora, una de las hijas, al periodista Pineda, Eugenia Castro cayó en brazos del viudo forzada en su voluntad. Y es de imaginar que muy pocas chances pudo tener esta mujer- que luego, probablemente, lo amó- de rechazar sus pretensiones viviendo en la misma casa.

Según algunos datos, la joven ya había conocido el amor con un sobrino de la familia que reconoció a la primera de las hijas: Mercedes Costa. Luego comenzó a dar a luz a los hijos de Rosas: la primera Ángela en 1840, y luego Emilio, Joaquín, Nicanora, Justina y Adrían.

Antes del traslado definitivo de la familia al Caserón de Palermo, cuando los embarazos avanzaban a Eugenia se la escondía allí. Más tarde a medida que los hijos se sumaban, los allegados fueron conociendo y aceptando la situación. Juan Manuel no podía permitirse hacer pública esta distracción para su viudez; sin embargo parte de ello se había filtrado y los opositores desde Uruguay, criticaban que obligase a su hija Manuela a vivir bajo el mismo techo que su querida.

La realidad es que ambas mujeres no se molestaban, incluso tuvieron buen trato.

Los “hermanitos” despertaban la ternura de Manuela, que en ese entonces ya pintaba para solterona; y no sólo mantuvo correspondencia con ellos hasta después de la muerte de Eugenia, sino que se comenta que cierta vez conminó al padre que de volver a casarse lo hiciera con Eugenia.

Cada una tenía su tarea: Manuela la embajadora; Eugenia ciertas funciones de ama de casa, cuidando los achaques del gobernador, afeitándolo, cebándole mates, preparándole sus cigarros, sentándose a su mesa, paseando juntos en coche con su prole.

A pesar de tener cierto reinado sobre la vida doméstica de Palermo, se la conoció como “la cautiva”, a raíz de la situación de reclusión en la que vivía.

No se le conocieron al restaurador muchas mujeres durante su función pública, aunque todas las que lo rodearon tuvieron peso decisivo sobre él. Y si las hubo, mantuvo absoluta discreción. Apenas si se sabe del enamoramiento que sintió por Juanita Sosa, la amiga de su hija, o de los amoríos con Marcelina Alen
[1], la madre de Hipólito Yrigoyen, que alimentaron la teoría de que el caudillo radical era hijo del restaurador de las leyes.

Si todas las mujeres que lo rodearon tuvieron tanta influencia, se debía a que eran descollantes. Encarnación consolidó la posición política del marido manejando desde la retaguardia, con voluntad de acero, los hilos del poder. Manuelita con su gracia y perspicacia, fue la mejor “ministra de relaciones exteriores”, su confidente y mano derecha. Pero, pese a ser ambas “Rosas” y, poseer estas condiciones, ninguna de ellas había conocido otra voluntad que la del rubio brigadier. “La cautiva”, en cambio, que nada había sido, ni nada había tenido, decidió por sí misma en medio del huracán y deja a Rosas con agua entre las manos.

Veamos como fue esto. Producida la derrota de Caseros, Juan Manuel y su familia se refugiaron en un barco inglés: Eugenia no se contó entre ellos. No volvieron a verse, pero ella, embarazada, tiene tiempo de prepararle el equipaje y, él para dejar en manos de Terrero los asuntos de la herencia que a ella le correspondía por su padre: una casita en el barrio de la Concepción, algo de dinero, y 21.000 pesos que van de regalo.

La vida en Inglaterra no fue fácil. Manuela, rápidamente, se casó con Terrero. Juan Manuel comenzó a escribirle a su antigua amante, la reclamaba junto a Angelita y Emilio que eran sus preferidos. El amor de madre hacia los otros hijos, los que no habían sido llamados, pone las cartas en manos de Eugenia, que elije el destino: para sí la miseria, para el brigadier la soledad.

En la correspondencia posterior, Rosas le reprochó amargamente su ingratitud, e incluso, le propone que de obtener dinero la mandaría a buscar junto a todos los vástagos. Era tarde, Eugenia instalada en su casita trabajó como lavandera, como sirvienta, como enfermera, se juntó a otro hombre y perdió la salud al poner en el mundo otros dos hijos.

Crió a sus “bastardos” en la mayor privación, de modo tal que salvo Nicanora de quien se decía que poseía modales naturales de “señora”, todos eran analfabetos y rústicos. Por ironía del destino, Adrián (pocero en Lomas de Zamora) y Joaquín (peón de campo la provincia de Buenos Aires), eran la estampa del padre.

En 1876 ella murió tan silenciosamente como había vivido. Un año más tarde, Juan Manuel, oceáno por medio, apagó también su existencia.

Pero, ¿Qué había pasado con la vida amorosa del ex gobernador en los 25 años que duró su destierro? Se había disipado, según el testimonio de su propio hijo, corría tras las mujeres de mal vivir, en compañía de dos amigotes de mala laya. Encontró incluso algún consuelo en Mary Ann Mills, su criada.

Sin embargo las mujeres de su vida había desaparecido, muertas o lejanas, eran fantasmas que poblaban ese remedo de pampa que improvisó sobre la campiña de Southampton.



[1] Leandro N Alem cambió la ortografía del apellido, para diferenciarse de su antepasado Alen, mazorquero de terrorífica fama.



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© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del artículo original publicado en enero de 1994

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Fermina... una cautiva más

Dibujo: Revista Antón Perulero, Buenos Aires, diciembre 1875


Mansilla sorprendido le preguntó a la mujer
- ¿A pesar de ser cautiva cree Ud. en Dios?-
Fermina tiene su respuesta:
- ¿Y qué culpa tiene él de lo que me sucedió? Más culpa tiene el hombre blanco que no sabe defender a los suyos.-



Durante muchos años las tierras que rodean al conurbano de Buenos Aires hacia las provincias fueron escenarios de luchas, de muertes, de desolación y de desgarro cultural. Se enfrentaban dos grupos humanos: el de los blancos que quería ampliar sus fronteras y; el de los indígenas, verdaderos dueños de las llanuras, que no las defendían.

La lucha era despareja: alguna vez la fuerza del malón arrasaba un magro fortín en el que los criollos rendían sus vidas a pesar del pertrecho; en general, las armas de fuego diezmaban al indio.

De entre tantas víctimas, hubo una que dejó en los enfrentamientos mucho más que la vida: la mujer, que desde la llegada al fortín se preparaba para un rosario de pérdidas.

Ella ha sido a lo largo de la historia botín de guerra, y en las luchas de fronteras, perteneciera a uno u otro bando, fue la gran perdedora. No era masacrada; raptada por el vencedor dejaba atrás sus afectos, su dignidad, sus patrones culturales.

Fue víctima la india, “la china” que “satisfizo” el deseo de la soldadesca y, la cristiana que era llevada a la toldería, alejada de toda esperanza.

Cientos de familias, sin diferencia de clases, perdieron madres, hijas, hermanas. Desde la habitante del fortín a aquella encumbrada señora que eventualmente viajaba de un punto al otro por la Pampa, fueron arrastradas al galope junto al pecho de un desconocido que, desde allí sería su señor.

La vida de la mujer en el siglo XIX no era fácil, pero mucho menos lo era entre los indios. El hombre era guerrero, todo el resto del trabajo para la supervivencia quedaba en manos femeninas. Era desde la cultura de los blancos “una esclava paridora”. Para la cautiva la existencia era más conflictiva que para las propias mujeres indígenas. Sufría la imposición del hombre que la había apropiado y, el maltrato de las indias mientras fuera la favorita del raptor.

Innumerables relaciones nos cuentan de sus zozobras, de los artilugios que urdían para huir de sus captores y, de las torturas a las que eran sometidas. Sin embargo, otros relatos como los de Mansilla, pintan su situación con matices muy diferentes.

Sabemos que las familias afectadas nunca se resignaban a este tipo de pérdidas y recurrían al rescate por dinero, la mayor parte de las veces en vano. También sabemos que los militares triunfadores insistían en devolver las blancas rescatadas, “a la civilización”; ellas se negaban a regresar.

¿Porqué? Había muchas razones, de nuevo entre los suyos, despertaban recelos por su convivencia con el “salvaje”; sufrían nuevamente el desgarro de ser separadas de los hijos, esta vez de los mestizos. Basta recordar la canción “…Ya no soy Huinca(1) Capitán, hace tiempo lo fui..”

El prejuicio, la distancia, ¿Por qué no el amor?

Allí está Fermina Zárate, la esposa del cacique Ramón Cabral, a quien había dado muchos hijos; ella rechazaba con horror la propuesta de Mansilla de volver a Buenos Aires. En los toldos estaba su vida, si había sido cristiana el amor por ese hombre que fue un desconocido, le había desmemoriado el corazón.

Fermina es sólo una de las tantas anónimas que cruzaron su sangre logrando con el amor la libertad.


(1) Huinca: apelativo que los indígenas daban al hombre blanco.



© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna

Versión para Internet, del original publicado en mayo de 1994
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* La bibliografía y documentación que lo sustenta, puede solicitarse al correo del blog.

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Tragedia por amor

sábado, 18 de julio de 2009


La capilla de Santa Felicitas, que se levanta al este de la Plaza Colombia, en Barracas, recuerda un crimen pasional.


En su obligado silencio, ya que en la actualidad su espléndida estructura se encuentra cerrada, testimonia que nada fue claro aquel 29 de enero de 1872, cuando Felicitas Guerrero y Enrique Ocampo cayeron, confundiendo victima y victimario en la locura amorosa.


Felicitas, a quien por su belleza se la llamó “la joya de los salones porteños”, se casó siendo casi una niña con el anciano Martín de Alzaga, dueño de una de las más grandes fortunas de la que se tenía noticias y que alcanzaba los 60.000.000 de pesos. Hubo resistencia por parte de ella que a los 14 años veía así morir sus ilusiones. Al año de casada, tuvo el consuelo de dar a luz a su hijo y, con el tiempo la ternura del esposo y la inmensa comodidad que le proporcionaban las estancias “Bella Vista”, “Montes Grandes”,”La Pelada”, “La Postrera”, “Juancho Chico”, “Juancho Grande” y otros negocios, terminaron por compensar sus sueños perdidos.


El destino le depararía grandes dolores. Su hijo Félix, murió a los 6 años, poco después en 1870, su esposo que no resistió la pérdida del vástago, la dejó viuda. Felicitas se recluyó un tiempo en “La Postrera”, su estancia favorita, que tanto tendría que ver con su tragedia.


Al mes del fallecimiento de Alzaga, se celebró una misa en la Catedral; la muchedumbre que asistió no pudo comentar otra cosa que la elegancia extraordinaria de esa muchacha que ingresó al templo al son de una marcha solemne, vestida de riguroso luto entre encajes y velos, deslumbrando y seduciendo.


Unía a sus 22 años una gran capacidad y meticulosidad para manejar sus finanzas; Martín de Alzaga la había convertido en su única heredera. Los aspirantes a su mano se multiplicaban; ella vivía ya en la quita que su esposo construyera sobre la Calle Larga (Montes de Oca esquina Pinzón). Apareció entonces un joven que la conmovió. De aristocrática familia, sólida posición económica, apasionado, se enamoró de ella perdidamente y, Felicitas le prometió su corazón. Es probable que en la juventud de Enrique Ocampo (1), haya encontrado la fuerza de vida que no había conocido con su anciano esposo.


La sociedad de aquella época tenía ahora la respuesta al interrogante que rodaba por todos los salones, ¿Cuál sería el elegido por la joven millonaria? Junto a la confirmación apareció la maledicencia; una copla infería que hallaba marido a causa de su dinero.


Cierta noche de noviembre de 1871 Felicitas decidió trasladarse a “La Postrera”, en el transcurso del viaje se desató una tormenta de tal magnitud que les hizo perder el rastro a los viajeros. Fue cuando conoció a Samuel Sáenz Valiente, dueño de la estancia vecina, quien los encontró y ofreció cobijarlos. Cuando Felicitas baja del carruaje, Samuel, tira su poncho sobre el barro, para que no pise el barro. Ella, de inmediato, queda seducida, intuye que será el hombre de su vida y con idéntica inmediatez, comenzó a hablarse en Buenos Aires de boda.


Ocampo se sintió lastimado por la voluble mujer, traicionado por la que amaba con locura. Y así fue, la amaba tan locamente que decidió matarla. El asesinato fue planeado, de eso no cabe dudas, hasta aquí hay claridad; luego las tinieblas cubren el desarrollo de los acontecimientos. Que decidió su crimen se confirma porque lo anunció al propio padre de Felicitas: “antes de verla casado con otro la mataría”. Los antecedentes de Ocampo no daban pie a pensar más que en un exabrupto verbal. Pero, manteniendo una deuda por honorarios con su abogado, se apresuró a liquidarla. Al hacerlo habló de muerte.


Su abogado jugó con las ideas:


- Yo espero que Usted no se morirá por la sola satisfacción de no pagarme.-


- Sin embargo… es más probable que así sea antes que ese pleito termine. (2)


Llegó el 29 de enero de 1872; amigos y familiares aguardaban a felicitas en el cenador que se erigía en la esquina de Montes de Oca y Pinzón, en la quina de la muchacha. Ésta, que debía inaugurar en unos días un puente sobre el río Salado, estaba en el centro haciendo unas compras. Enrique Ocampo llegó y solicitó hablar con su amada. Lo atendió doña Tránsito Cueto de Demaría, la joven tía, confirmándole que no había llegado. Iba a retirarse cuando vio llegar un carruaje y descender del mismo a Sáenz Valiente; atrás venía otro en el que viajaba Felicitas. Ocampo exigió hablarle.


Mientras la viuda cambiaba de traje en su dormitorio y los familiares se cercaban al comedor inmediato a la recepción, donde aguardaba Enrique, le avisaron que quería hablar con ella. Se negó, Ocampo se enfureció, entonces, ella, temiendo una pelea entre ambos pretendientes, bajó a su encuentro, vistiendo una bta blanca de larga cola.


Lo atendió sola, rechazando la compañía de sus tíos y de su amiga Albina, quienes, sin embargo, se parapetaron detrás de las puertas, a medida que las voces subían de tono. De acuerdo a lo declarado a la policía por los testigos, Eduardo exigió a Felicitas, que definiera si aceptaba o no su mano. Ella lo echó de la casa, él sacó un arma amenazándola, Felicitas gritó y dio media vuelta para huir, entonces se escuchó el disparo. Su tío Bernabé Demaría fue el primero en llegar, ella clamaba auxilio, tambaleaba, manaba abundante sangre por la espalda desnuda. Se le enredó, entonces, la cola de la bata en un mueble; cayó, se levantó, desapareció por un pasillo donde la socorrió Samuel Sáenz Valiente.


Luego de herir a Felicitas, Enrique se habría disparado un tiro en el corazón para luego repetirlo dentro de la boca. Permaneció quince minutos vivo observado lo que ocurría a su alrededor. Más tarde su familia retiró el cuerpo en el mismo carruaje en el que había llegado.


Los allegados a la joven viuda, llamaron con urgencia a los doctores Montes de Oca, Larrosa, Blancas y González Catán, quienes certificaron que nada podía salvarle la vida. La agonía duró hasta la mañana siguiente, en los momentos de lucidez preguntaba a Albina por Enrique.


Según se cuenta, cuando sus restos ingresaban al cementerio de la Recoleta se cruzaron con los Enrique Ocampo.


Vale consignar que el expediente policial desapareció del archivo judicial, lo mismo que el fallo del juez Ángel Carranza; sin embargo, aunque a Ocampo se lo dio por suicidado, corrieron versiones sobre su verdadera suerte.


Una de ellas afirma que Cristian Demaría, primo de Felicitas, luego de que ella fuera herida, le quitó el arma a Enrique y le disparó a quemarropa sobre el corazón; éste con su estoque intentó devolver el golpe. Fue entonces cuando el joven Demaría le disparó en la boca. Otra de las versiones sostenía que fue Sáenz Valiente quien lo asesinó y, también se barajaba la posibilidad de que haya sido Bernabé Demaría quien lo ultimó.


¿Cuál es la verdad en esta historia? ¿Cómo fue la relación entre Felicitas y Enrique? El grado de compromiso debía ser muy serio, cuando Ocampo le dice al que podría haber sido su suegro, que la mataría antes de verla en brazos de otro hombre.


Si Felicitas tuvo tiempo para intentar huir luego del disparo, si la intención de Enrique era acabar con ella, porqué no la remató? Si Sáenz valiente le dirigió una mirada irónica a su novia cuando ésta iba al encuentro de Enrique, ¿Porqué no intervino de inmediato cuando las voces comenzaron a elevarse señalando la disputa?


¿Cómo pudo Ocampo dispararse dos tiros? ¿Porqué Carranza calificó la muerte de Enrique como suicidio, cuando los mismos descendientes de los Alzaga sostienen que fue uno de los Demaría quien lo mató? ¿Cuándo y porqué desapareció el expediente?


Quizás en la descripción de la blanca bata, que debía constar en ese expediente, esté la clave de un misterio que luego de tantas décadas sigue oculto.



(1) Enrique Ocampo, fue tío abuelo de las escritoras Victoria y Silvina Ocampo.

(2) En Danero, E.M. Felicitas Guerrero de Álzaga.




© Peña de Historia del Sur. Ana di Cesare, Gerónimo Rombolá, Beatriz Clavenna


Versión para Internet del artículo publicado en marzo de 1994

*Este artículo se encuentra protegido por las leyes de derecho de autor, se prohíbe su reproducción total o parcial sin la autorización escrita de sus autores.

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